Ninguna universidad estadounidense publicó, en esos pesados días de verano sin noticias, un estudio tontorrón demostrando que el cien por cien de los espectadores que ven por primera vez “Espartaco” (Stanley Kubrick, 1960) salen de la película convencidos de que llegada la ocasión ellos también se pondrán en pie y gritarán “¡Yo soy Espartaco!”. Por si alguna universidad decidiera hacer semejante investigación, le regalo el primer dato: a mí me pasó, y llevo desde la infancia esperando tropezarme con un general Craso que me haga ponerme en pie y gritar “¡Yo soy Espartaco!”. Hasta anteayer, que murió Kirk Douglas.
Kirk Douglas fue un semidiós hijo de un
trapero que fue muchas cosas pero sobre todo fue Espartaco. Obró portentos
tales como nacer dos mil cien años después de ser gladiador en la escuela de Léntulo Batiato. También obró el prodigio de morir en California dos mil doscientos años
más tarde de nacer en la lejana Tracia, Grecia. Muchas obras de arte reproducen
la imagen y la historia del esclavo Espartaco, quien sin haber sido nunca manumitido,
sin ser reconocido como liberto, logró por su propio brazo ser libre y vivir
sin estar sometido a un señor. Todas le rinden homenaje, pero todas cometen un
error imperdonable: sea en mármol, pintura, ballet, teatro, cine o serie de televisión,
Espartaco no tiene ese hoyuelo en el mentón que todos sabemos que tenía. Bueno,
todas menos una.
En sus últimos años de vida, Douglas había
dejado los platós para interpretar en su casa el papel de Matusalén, y qué bien lo hacía. Ahora ha vuelto a ser Espartaco para siempre jamás.
Dicen que en el rodaje de esta película su dominio era tal, que en la escena en
la que los esclavos prisioneros gritan “¡Yo soy Espartaco!”, algunos
decían “¡Yo soy Kirk Douglas!”. La anécdota será apócrifa, pero si estos
días me tropiezo con un tirano general Craso que me haga revolverme contra la
injusticia, me pondré en pie y diré algo diferente a lo que había pensado de
niño. Alto y claro se oirá gritar “¡Yo soy Kirk Douglas!”.
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