La televisión va a ir desapareciendo a medida que pasen los años. La televisión tal y como la entendemos: una pantalla grande, fija en el altar de la casa, alrededor de la que se reúnen familia y amigos para ver programas que interesan a un amplio perfil de gente y que se emiten a una hora determinada. El tamaño, la visión en grupo, el carácter generalista de los contenidos y el horario se van a ir perdiendo. Y lo último en desaparecer, la última isla que quedará a flote en el hundimiento global de este medio de comunicación, será la retransmisión de las campanadas de fin de año desde la Puerta del Sol.
Primero desaparecerán las series, el cine y todo tipo de ficciones, que se adaptarán al nuevo formato de las tabletas y la visión individual a la hora que apetezca. Después desaparecerán los informativos, ya que las redes sociales ofrecerán a sus usuarios una selección de noticias mucho más personalizada y mucho más sesgadas a la medida de lo que pueden ofrecer las cadenas tradicionales; ¿para qué escuchar opiniones que no nos gustan pudiendo limitarnos a atender a las que sí nos gustan? ¿quién va a querer ver en Antena 3 un debate sobre la nueva república de Catalunya con seis viejos tertulianos fijos cuando puede seguir en twitter una discusión en la que se puede elegir a los cien participantes preferidos entre una oferta de treinta millones de opinadores? Los deportes tardarán más tiempo en desaparecer, pero algún día los avances en realidad virtual y tecnologías 3D permitirán seguir la liga de fútbol de una forma mucho más inmersiva e intensa de lo que permite la experiencia actual de mirar a una pantalla.
Sólo las campanadas seguirán aunando visión en grupo, carácter generalista, horario fijo y pantalla grande. Pedroche, Igartiburu, Padilla, son los últimos neandertales en las cuevas de Gibraltar esperando la extinción. Se recibirá al año nuevo, y los jóvenes besarán a los ancianos pidiéndoles que les cuenten una vez más cómo era vivir en aquel mundo del siglo XX en el que todo el año era Nochevieja.
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