Es muy sencillo: si en algún programa que estoy viendo comienza a sonar alguna versión chill out de un clásico del rock o del pop, yo cambio de cadena. Zas. Como un resorte. Y esto casi es lo de menos: si estoy en un restaurante y noto que la música de fondo es un canal de este tipo de horrores, me levanto y me voy, aunque ya estén los platos pedidos; mis amigos no me dejarán mentir, yo he dejado de comprar ropa en la que estaba interesado porque en la tienda donde la vendían tenían puesto uno de estos hilos musicales. Hay sacrificios que no estoy dispuesto a hacer por unos pantalones, unos tacos al pastor o una entrega de “El/la paisano/a”.
Supongo que saben a qué tipo de versiones musicales me refiero. No me será fácil describirlas, a pesar de la riqueza léxica que posee el idioma español para describir el terror. Son esos espantosos frutos de una diabólica máquina salchichera a base de vocecitas femeninas cálidas, atmósferas envolventes, instrumentos con sordina. Sin puto tener el menor respeto al material original, ya sea Neil Young, Billie Holiday o Supertramp. “I’m on a highway to hell” te susurra una influencer generada por ordenador, mientras toma un muffin de arándanos y quinoa, y recuerda que tiene a continuación una cita con su coach. Se coge una canción, habitualmente maravillosa. Se la asesina. Y se diseca su cadáver pintándolo con colores pastel. El rock en tiempos del mindfulness. Youtubead “ASMR”. Hello Kitty, pero con pérdidas de orina.
En “2001: una odisea del espacio”, -la novela de Clarke, no la película de Kubrick-, el monolito diseña para Bowman un mundo aparentemente perfecto. La comida tiene un aspecto delicioso, pero cuando el astronauta la mete en la boca descubre que está hecha de algo parecido al cartón. Cada vez que en “Tu casa es mi casa” suena una versión chill out de Bob Dylan siento que vivo en una distopía generada por alguna inteligencia extraterrestre y me cisco en esa nueva encarnación del monolito en tiempos de Pedro Sánchez que es Bertín Osborne.
Extraordinario, Antonio. Suscribo cada una de tus palabras. Yo les ponía a todos en fila india, les hacía abrir la boca y les cortaba las cuerdas vocales.
ResponderEliminarLa última vez que me marché de una tienda, sonaba el tal Melendi. No me podía concentrar. Y como ese, a cientos.