Estoy seguro de que, en secreto, casi todos los programas de televisión padecen el síndrome del impostor, ya saben, ese insidioso tormento que sufren las personas triunfadoras al sentirse timadores que van a ser descubiertos de un momento a otro. El síndrome del impostor se suele estudiar en relación a individuos humanos, pero no veo el motivo por el que no pueda aplicarse también a libros, edificios o, llegado este caso, espacios televisivos. No sólo las personas tenemos emociones y no sólo las personas nos sentimos inseguras cuando nos enfrentamos a una situación que se caracteriza por su inestabilidad.
Por ejemplo, “Zapeando”. Apuesto mi último dólar a que cada día, cuando se apagan las luces y el programa de La Sexta vuelve al almacén, “Zapeando” se derrumba, temeroso de que alguien descubra cómo se siente por dentro mientras por fuera no para de reírse. No es el único que teme ser descubierto. El verdadero secreto de “El secreto de Puente Viejo” es que se cree una serie impostora. El síndrome del impostor no tiene nada que ver con la verdadera valía del que lo sufre; lo padecen por igual genios e impresentables. El problema afecta incluso a espacios completamente asentados y que no tendrían motivo para dudar de su éxito: “Ahora caigo” tiene martirizado a su psicoterapeuta -sí, existen psicoterapeutas de programas de televisión, otro día se lo cuento- por sus miedos obsesivos a que cualquier día sea el último día; y “Espejo púbico” no puede evitar mirar de reojo constantemente a la puerta del plató, temiendo que en cualquier momento entre la policía televisiva -sí, existe la policía televisiva, otro día se lo cuento- y lo detenga por fraude.
Solamente “First dates” no está aquejado por el síndrome del impostor. No es que no se sienta un completo farsante, un timo, un absoluto engaño. Se siente así, sin duda, a diario. Pero, en este caso, más que un síndrome psiquiátrico, se trata de un sano ejercicio de autoconocimiento.
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