Un mes desde
que empezó la crisis del Open Arms y aún colea. Enciendes la tele, y sigue ahí
semanas después de que saltara la noticia. Es la cara mediática de un problema
de fondo que no se resolverá con voluntarios, rescates al borde de la muerte,
fintas políticas, guerra de declaraciones y apaños internacionales para ubicar
a los rescatados. A esto hay que añadir, nos guste o no, el innegable efecto
llamada que se está produciendo. Efecto llamada, sí. La tele se ve a ambos
lados del Mediterráneo. No seamos ingenuos. En el norte nos informamos de lo
que está pasando, pero en el sur también. Y el efecto llamada es inevitable.
La publicación
de “El origen de las especies” de Darwin
en 1859 supuso una auténtica conmoción. ¿Cómo atajar el evolucionismo que ponía
patas arriba un mundo que se consideraba y deseaba inamovible? La esposa del
obispo de Worcester propuso una solución deliciosa a su marido: “¡Descender de los monos! Querido, esperemos
que no sea cierto, pero, si lo es, recemos para que el mundo no se entere”.
Ocultar las noticias no funcionó hace dos siglos y no funcionará ahora. Quien
quiera rezar, que rece, pero eso no evitará que el mundo se entere de lo que ocurre,
y que lo haga en tiempo real. Las emisiones de miles de cadenas de televisión
atraviesan las fronteras y crean un mundo transparente en el que el obispo de
Worcester y su mojigata esposa no podrían vivir.
Nuestros
telediarios llegan al sur, pero no son ellos quienes crean el efecto llamada
por mucho que hablen de rescates a náufragos que sobreviven de entre los
muertos. El efecto llamada lo crea nuestro despilfarro, nuestra riqueza,
nuestros anuncios. A ver por qué nos vamos a creer que la inmensa fascinación
que ejerce sobre nosotros la publicidad, pierde toda su fuerza cuando se mira
con los ojos de la desesperación. Nuestros anuncios son sofisticados artilugios
capaces de crear necesidades en quienes ya tenemos más de lo que necesitamos.
¿Qué no serán capaces de hacer entre quienes nada tienen y tanto necesitan?
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