Claro, ahora lo entiendo, para los creyentes la muerte debe de ser algo parecido a “El cielo puede esperar”, la divertida e ingeniosa serie de Movistar+ que presenta el falso entierro de personajes populares, mientras el falso finado sigue la ceremonia a través de una pantalla de plasma situada en una sala anexa. Tú la palmas, pero sigues plenamente consciente de lo que pasa a tu alrededor. Ya no tienes retinas, pero sigues percibiendo el rango de colores correspondiente a las longitudes de onda a las que reaccionaban sus fotorreceptores. Ya no tienes tímpanos, pero sigues oyendo los sonidos correspondientes a las frecuencias a las que reaccionaba el nervio auditivo. No estás en ningún sitio concreto del espacio, pero ves las cosas desde una determinada perspectiva -habitualmente, elevada-.
Pues si la muerte es así, oye, casi que me apunto. Mola. Muero porque no muero. En mi funeral Rozalén no hará una maravillosa versión de “Peces de ciudad”, como hizo en el de Ana Belén, pero estoy casi seguro de que los amigos que vendrán a presentar sus faltas de respeto no serán menos cabrones que los que lo hicieron en el velorio de Leiva o Xavier Sardá. No era un asunto que ocupara mucho mi atención hasta este momento, convencido como estaba de la máxima epicúrea que afirma que cuando la muerte esté ya no estaré yo, pero ahora que parece que sí, que voy a estar en la habitación de al lado, me interesa saber si mis deudos me llorarán más o menos que los de Arturo Valls.
Apetece hacerse creyente. Es lo que tiene la televisión, que te dan ganas de hacerte creyente. De lo que sea. De “Juego de tronos”. Del independentismo catalán. De la boda de Pilar Rubio y Sergio Ramos. De la vida después de la muerte y el más allá. El caso es creer. Es el principio y el fin de la televisión. Y, puestos a creer, la muerte que nos presenta “El cielo puede esperar” es la máxima creencia que nos podemos permitir los ateos. Qué envidia me dan los creyentes: viven permanentemente dentro de Movistar+.
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