“Boom” no es un concurso. Se mire como se mire. Será otra cosa. Un programa de exhibición de conocimiento. Un montón de microdocumentales variados. Un talent show en donde aspirantes a concursantes aprenden el oficio bajo el magisterio de Los Lobos. Pero un concurso, no. Para que un programa sea un concurso es necesario que exista una leve incertidumbre acerca de quién va a ganar. Está en la primera página de cualquier tratado de Concursología. Quizá “Boom” fue un concurso en 2016. Quizá en 2017. Fueron años raros: el presidente del gobierno era Mariano Rajoy y “Boom” era un concurso. Ya no lo es. Ni Mariano Rajoy ni “Boom”.
La mitad de los técnicos que aparecen en los títulos de créditos finales llevan menos tiempo trabajando en el programa que Los Lobos. Y otra mitad cambiará de trabajo antes de que Los Lobos sean eliminados. Eso, en el supuesto de que la eliminación de Los Lobos llegue a ocurrir alguna vez. En dichos créditos, más o menos entre “Infografía” y “Sonido” podría incluirse la categoría “Concursantes”, y colocar en ella los nombres de Erundino Alonso, Manu Zapata, Valentín Ferrero y Alberto Sanfrutos, ya que trabajan en el programa de Antena 3 tanto como el presentador. O más. Al menos, ganan más que él. O lo ganarán.
Existen en la naturaleza regularidades menos constantes que las victorias de Los Lobos. El vuelo de las aves. La floración de los almendros. Las derivas continentales. Son inútiles los esfuerzos del genial Juanra Bonet por insuflar emoción a una rutina cuyo resultado se predice con la misma seguridad con la que Tales de Mileto predecía los eclipses (“¡sólo vais mil puntos por debajo de Los Lobos! ¡Podéis conseguirlo!”, “¡oye, muy bien, ¿no? Extraordinario! ¡Sólo cometisteis el doble de errores que Los Lobos!”). De la misma manera que los espectáculos de los Harlem Globetrotters no son partidos de baloncesto, “Boom” no es un concurso sino el programa surrealista definitivo que le hubiera gustado realizar a los Monty Python.
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