Como cada día en el mercado, el
papá se tropezó con la muerte. No se alarmó, estaba habituado a aquel semblante
de ojos fríos. Temía más al séquito que la precedía. La miseria, la violencia, la
desigualdad y la injusticia le helaron el alma. Como cada día.
—Huiremos de aquí. Buscaremos
refugio en ese lugar feliz que nos muestra el televisor, dijo al volver a casa.
Cientos, miles de papás, cansados
de sentir cada día el mismo escalofrío en el mercado, tomaron la misma
determinación. Pero no disponían de caballos, como los que aquel bondadoso
príncipe prestó a su atemorizado jardinero para huir a Ispahán. Ni de un viento
mágico como el que el profeta Salomón
mandó para llevar a aquel hombre asustado desde su palacio hasta la lejana
India. Solo tenían sus pies y su pobreza.
—Iremos caminando. Allá tendremos
una nueva vida.
Caminaron hacia el norte.
Cientos, miles de pies grandes y pequeños formaron largas caravanas que iban
hacia el mayor mercado del mundo. Lo habían visto en la tele y en él no
tendrían que sufrir los desagradables encuentros que a diario tenían en el
mercado de su tierra. Cada paso grande, pero también cada pasito pequeño, los llevaba
un poco más lejos. Y cada frontera superada, cada Estado recorrido, los dejaba
un poco más cerca.
Después de brincar la última
frontera quedó atrás lo más difícil. Al fin bajo la custodia de la policía
fronteriza y de las autoridades migratorias de los Estados Unidos, estaban en
buenas manos. Habían logrado finalizar su periplo de miles de kilómetros. Pero el
lugar no era como en la tele. La miseria, la violencia, la desigualdad y la injusticia
estaban allí, sentadas, esperándoles. Dos niños nicaragüenses vieron, además,
cómo la muerte los había ido a recoger. Y aquel semblante de ojos fríos se los
llevó, esta vez a grandes pasos de siete leguas, de nuevo a Guatemala. Ni
siquiera puso cara de sorpresa al verlos allí, tan lejos de sus casitas.
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