En una de las colas de judíos ante funcionarios nazis que nos sobrecogen en “La lista de Schindler” (Hollywood), un hombre se asombra de que no se le considere un “trabajador esencial” (eso significa la muerte) porque su oficio es la enseñanza de la Historia y la Literatura. El inteligentísimo y diligente Stern, siempre tan atento a todo, interviene y, en un abrir y cerrar de ojos, convierte al viejo profesor en un maduro pulidor de metal. Ya es un “trabajador esencial”. Supongo que Baruch Spinoza (siglo XVII), el filósofo neerlandés de origen sefardí que terminó expulsado de la comunidad judía, habría obtenido los documentos que le acreditarían como “trabajador esencial” no por haber sido el hombre que escribió la “Ética demostrada según el orden geométrico”, sino porque se ganó la vida como pulidor de lentes para instrumentos ópticos. Filósofo y pulidor, como Spinoza y como el hombre de la cola en “La lista de Schindler”. Ahí está el secreto para ser un “trabajador esencial”.
En la cola de “La lista de Schindler”, un Gran Wyoming judío podría salvar la vida no por su oficio de humorista, analista, escritor o cantante, sino por ser médico. Pero me temo que Emilio Lledó, a quien hace unas semanas entrevistó Gonzo en “El intermedio” con motivo de la renuncia del filósofo a la medalla de la Comunidad de Madrid, terminaría en una cola de fusilamiento. Los filósofos no son “trabajadores esenciales” a menos que se dediquen también a pulir lentes, como Spinoza, o metales, como el profesor de “La lista de Schindler”. Sin embargo, me parece que tipos como Wyoming o Lledó son “trabajadores esenciales” porque, como Jacob Petrus en “Aquí la Tierra”, Maldini en “Fiebre Maldini” o Sheldon Cooper en “Big Bang”, ensanchan el mundo a la manera de Ulises en la “Odisea” al obligarnos a movernos entre el hogar y la curiosidad por el cultivo de la acelga, el olfato goleador de Quini, la importancia de las pizarras en la física o el canto de las sirenas. El mundo televisivo está lleno de “trabajadores esenciales” que no aguantarían dos minutos en una cola de “La lista de Schindler”. Emilio Lledó, Jacob Petrus, Maldini, Sheldon Cooper y hasta Ulises serían fusilados al mismo tiempo que Sócrates, ese filósofo que se esforzó en aprender a tocar una melodía con la flauta mientras le preparaban la cicuta y, cuando le preguntaron que por qué empleaba sus últimos momentos de vida en algo tan absurdo, respondió que lo hacía para saber esa melodía antes de morir. ¿Por qué escuchar a Lledó mientras nos preparan la cicuta de la corrupción? Para aprender una melodía ética antes de morir de asco. No me digan que eso no es esencial.
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