“La peste” (Movistar+) es una serie con muchas virtudes, desde la excelente ambientación que nos mete de lleno en la fascinante Sevilla del siglo XVI, una ciudad que era el centro del mundo y algo parecido, en palabras de Paco León, a la cafetería de “La guerra de las galaxias”, a una trama tan compleja como absorbente que da la razón al mismo Paco León (que interpreta al comerciante Zúñiga) cuando define la serie como un “thriller existencialista”. Estupendos personajes, atmósferas muy conseguidas, la peste, la Inquisición, el sexo, la política, la muerte, Dios y hasta discusiones acerca de cómo traducir correctamente un texto de Apuleyo. Intriga, crudeza en los detalles, miseria y dolor en ese felpudo de América que era la ciudad de Sevilla en esa época, supersticiones, una mujer libre en un mundo de hombres, corrupción de almas y cuerpos. Y, siempre, la peste, el “horror de todos”, como define a la enfermedad el escudero de la película “El séptimo sello”.
No sé muy bien si el protagonista de “La peste” son las bubas de los cuerpos destruidos por la enfermedad, el hereje y “detective” Mateo, las calles de Sevilla, la ambición por encima de todas las cosas, el sueño de América, la triste condición de los niños en una época en la que no existía la infancia o las mujeres que se ganan la vida (es un decir) en horribles y sucias mancebías consentidas por la Iglesia. Pero si tuviera que elegir un protagonista de “La peste” no sería nada de todo eso, ni la suciedad física y moral, ni los tomates que se creían venenosos, ni el contraste entre la vida en los palacios y la muerte en asquerosas chabolas, ni la esclavitud realmente existente, ni el caos callejero, ni la imprenta, ni la melancolía, ni el demonio, ni las ratas, ni la hoguera. Creo que el protagonista de “La peste” es la asombrosa calma con que sus creadores nos muestran lo que quieren que veamos. Como dice Nuccio Ordine en su precioso ensayo “Clásicos para la vida”, el aprendizaje (y también el consumo de una serie que aspira a ser algo más que chicle para los ojos) requiere lentitud, reflexión, silencio y recogimiento. “La peste” avanza con lentitud y sensatez, como la partida de ajedrez entre la Muerte y el caballero en “El séptimo sello”, y se presenta con los ropajes de ese topo con el que Nietzsche se gustaba comparar cuando decía que había que bajar a las profundidades para socavar la confianza que tenemos en la moral. La escuela debe formar herejes y no pollos de engorde, dice también Ordine. Desde luego, “La peste”, en su lentitud, forma herejes y deja que otros se dediquen a engordar pollos cantantes, chefs o maestros de la costura.
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