No crean lo que dice internet acerca de “Big little lies”. Bueno, crean lo que dice acerca de los mil premios que ha recibido la serie este año y la noticia que saltó hace pocos días anunciando el rodaje de su segunda temporada con la incorporación de Meryl Streep. Pero no crean que es un drama o una serie de suspense. No lo es. Esta historia de asesinatillos y rencillas entre cuatro o cinco familias ricas californianas pertenece, sin lugar a dudas, al género de terror. Subgénero: terror horroroso. Subsubgénero: terror horroroso espantoso horripilante pavoroso.
Y esta calificación no es debida a ciertas escenas de violencia que, siendo desagradables, no destacan entre muchas otras que podemos ver en la mayoría de las series. Lo que convierte a la serie de Nicole Kidman y Reese Witherspoon en la ficción más terrorífica de la temporada son precisamente las escenas de cariño que se prodigan maridos a esposas, profesoras a alumnos, hijos a padres, amigas a amigas. Ni una sola frase, ni un gesto, que no esté movido por la envidia, por el rencor, por el egoísmo, por el deseo de hacer daño, bajo la coraza de buenos modales más hipócrita de la historia. Ni una expresión emocional espontánea. Ni un sentimiento que no haya sido retorcido y enredado hasta mezclarse con los demás sentimientos retorcidos y enredados en un ovillo podrido en el que es imposible distinguir ningún cabo suelto. Y un ejército de psicólogos dando coartada ideológica al ejercicio de tanta maldad.
Me da menos miedo el giro de la cabeza de la niña de “El exorcista” que la forma como la maestra trata ante los padres una pelea que han tenido dos niños de cinco años. Sentiría más pánico si me besaran Laura Dern o Zöe Kravitz que si me persiguiera Freddy Krueger tras hacerse la manicura. Mark Twain dijo que el peor invierno de su vida había sido un verano en San Francisco. Tras ver “Big little lies”, le entiendo. Algo intrínsecamente paradójico tiene California. El peor y más aterrador odio que he visto en mi vida es el amor en Monterrey.
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