Estremece pensar en todas las canciones que Cecilia no escribió. ¿De qué tratarían, cómo habrían ido evolucionando a lo largo de estos años, cómo habrían influido en la obra de Serrat, o de Víctor Manuel, o de Vainica Doble? ¿Qué estilos habrían ido creando y recorriendo? ¿Cómo nos habrían cambiado? ¿Cuántos escritores de canciones nuevos habrían aparecido tras escuchar tantos discos que nunca llegaron a existir? ¿Qué melodías que nunca existirán tararearíamos miles y miles de españoles miles y miles de veces sin darnos cuenta siquiera? ¿Qué versos exactos cantaríamos como si rezásemos y cómo habrían moldeado nuestra visión de la vida y de nosotros? Es lo que tienen las muertes a deshora, que explotan en una nube asfixiante de interrogaciones, que destruyen mucho más el futuro que el presente, un futuro que estaba llamado a ser muchos futuros, a multiplicarse en la memoria de una sociedad como (casi) sólo las canciones pueden hacerlo.
El pasado nueve de noviembre, como siempre sin tarjeta, tuvo lugar el último concierto homenaje a Cecilia, y Televisión Española lo ha emitido ya dos veces a través de La 2. El sabor que ha dejado en ambas ocasiones es el mismo. Su obra fue tan espectacularmente buena a una edad tan espectacularmente joven que por encima de su reconocimiento se impone la frustración de su absurda brevedad. Lo que no pudo ser termina imponiéndose a lo que fue. Quizá TVE debería volver a emitir, incluso por tercera vez, una vez más el concierto, pero esta vez añadiendo tras su hora y media de duración ocho, diez, doce horas de silencio y pantalla en blanco, para transmitir a los espectadores una experiencia que haga justicia a todo lo que se perdió en aquel accidente de tráfico. Una mano sin dueño, una brisa sin aire, un camino que no tiene destino, una gota sin agua. Que se hagan presentes todas las ausencias. Que no suenen durante esas horas todas las canciones que Cecilia no llegó a escribir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario