Como el título de esta columna, todo en “La peste” (Movistar+) es un oxímoron. Pero principalmente la suciedad, la inmundicia ulcerada y purulenta, que recibe de la cámara de Alberto Rodríguez el tratamiento que en cualquier otra serie tendría el lujo más exquisito. Ese juego de confusiones arranca en la propia tipografía del cartel, en donde la palabra “peste” aparece rotulada con letras propias de un perfume exclusivo; sigue en la elección de Sevilla, la ciudad más luminosa de España, como escenario de una historia escrita en negro claro sobre negro oscuro; y culmina en la elección de un fondo, una epidemia de peste en el siglo XVI, sobre el que resulta muy difícil conseguir que contraste la epidemia de insalubridad moral en la que chapotean los protagonistas. El espectador tiene que entrecerrar los ojos y extremar la atención sobre la pantalla tanto para manejarse entre las sombras de las imágenes como entre las sombras del argumento.
De alguna forma, “La peste” tiene vocación de serie total. De ser una obra de arte y su contraria, mérito reservado a autores y productos excepcionales. Pretende ser y no ser una serie histórica y un thriller, ser y no ser un western y una película de cine negro, y eso sólo se consigue colocándose por encima de los géneros y sirviéndose de ellos en vez de convertirse en su servidor. Es al mismo tiempo una apuesta muy específica y muy generalista, como la nube de metáforas que rodea a la enfermedad contagiosa que hace de MacGuffin. No parece relevante discutir si es o no la mejor serie de la historia de la televisión española. Tal reconocimiento podría volverse en contra de un minucioso desfile de excrecencias sofisticadas como el que nos ofrece Movistar+. Ratas, bubones y calaveras se exhiben como un despilfarro suntuoso y solemne, y nos hacen dudar si la peste, esa vergüenza de la que se alardea, en nosotros, en los demás, en el siglo XXI, sigue siendo la norma o la excepción.
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