Ser un buen divulgador (en ciencia, en historia, en gastronomía, en viajes o en fútbol) no está al alcance de cualquiera porque no es suficiente con saber cosas, sino que también hay que saber contarlas. Por eso detrás de los grandes documentales siempre hay grandes divulgadores, de Carl Sagan a Rick Stein, de Mary Beard a Michael Robinson, de Félix Rodríguez de la Fuente a Kenneth Clark, de Luis Pancorbo a Joanna Lumley, de Richard Attenborough a Miguel de la Quadra-Salcedo. Un buen divulgador puede hacer que entendamos el universo, Pompeya, la cocina siciliana, el Transiberiano o el espíritu del Liverpool sin que caigamos en peligrosas trivializaciones o tópicos mal masticados que siempre nos acercan al lado oscuro del conocimiento. La egiptóloga británica Joann Fletcher es una buena divulgadora, en la línea de la también británica Mary Beard, así que el documental “Las reinas perdidas de Egipto” (#0) cumple con el objetivo de informar, mostrar, iluminar, sorprender y animar al espectador a que investigue, lea y hable de todo eso que los pedagogos liberales, esa gente lista tan tonta, odian porque no tiene nada que ver con la lógica empresarial. Saber quién fue Hetepheres, Hatsepshut, Nefertari o Arsínoe II no es rentable ni útil, pero ensancha la vida.
Un mal divulgador no respeta a la audiencia. El psiquiatra Ben Sobel de la divertidísima película “Una terapia peligrosa”, por ejemplo, es un mal divulgador cuando dice al mafioso Paul Vitti, que acude a su consulta tras sufrir varios ataques de pánico, que el complejo de Edipo se resume en que un griego mató a su padre y se casó con su madre. Vitti reacciona con un gesto de desprecio hacia esos “griegos de mierda”, y cuando el psiquiatra aclara que el complejo de Edipo es un mecanismo por el que el joven quiere sustituir al padre para poseer totalmente a la madre, el mafioso concluye que Freud es un cabrón y el psiquiatra también, por citarlo. Pero Hetepheres no se limitó a ser la madre de Keops, Hatsepshut no fue un marimacho que insistió en presentarse como faraón, Nefertari fue bastante más que una cara bonita y un bonito cadáver en una hermosa tumba, y la vida de Arsínoe II no puede resumirse diciendo que fue una puñetera intrigante. Fletcher habla de estas cuatro mujeres egipcias con pasión y conocimiento, y a veces arriesga un poquito como cuando sugiere que el origen del capitalismo está en la política económica de Arsínoe II, pero también nos muestra el valor de la delicada vasija de alabastro que contiene mirra traída por Hatshepshut del país de Punt y nos habla de la importancia de la apariencia en el Antiguo Egipto. Por eso, después de ver “Las reinas perdidas de Egipto”, Paul Vitti nunca hablaría de “egipcios de mierda”, ni concluiría que los egiptólogos son unos cabrones con complejo de Edipo.
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