No conozco a nadie que diga que no le gusta “La princesa prometida” (TCM), esa maravillosa película que mezcla aventura, romance, fantasía y comedia con maestría y humildad. No conozco a casi nadie que se decidiera a ver “La princesa prometida” después de que alguien le explicara por encima el argumento (¿un malvado príncipe? ¿Una parejita enamorada? ¿Un espadachín español, un gigante turco y un diminuto siciliano?) y el punto de partida, un abuelo que lee una novela a su nieto enfermo. Y no sólo no conozco, sino que no puede ser y además es imposible, que exista un ser humano televisivamente bien educado que no grite “¡Colombo!” cuando ve al abuelo de “La princesa prometida” interpretado por Peter Falk. Siempre hay motivos para ver “La princesa prometida”, pero desde hace unos años hay dos por encima de todos los demás.
La actriz que interpreta a la princesa Buttercup es Robin Wright, que también es Claire Underwood en “House of Cards”. Y el actor que interpreta al gran Íñigo Montoya (“Hola, me llamo Íñigo Montoya. Tú mataste a mi padre. Prepárate a morir”) es Mandy Patinkin, que también es Saul Berenson, el jefe de división de la CIA en “Homeland”. Tremendo. Robin Wright pasó de princesa prometida a primera dama, embajadora en la ONU, vicepresidenta y presidenta de los Estados Unidos de América. Y Mandy Patinkin saltó de encantador espadachín español a misterioso agente de la CIA que consigue caernos bien pase lo que pase. Sin “House of Cards” y sin “Homeland”, podemos ver “La princesa prometida” como si fuera Platón en “La escuela de Atenas” de Rafael, con el dedo apuntando hacia arriba; pero el reverso tenebroso de la política que sostiene “House of Cards” y “Homeland” hace que desviemos la mirada a Aristóteles que, en la misma pintura de Rafael, extiende su mano hacia el mundo. El idealismo de la princesa Buttercup y el espadachín Íñigo Montoya (amor, amistad, honor, lealtad) en “La princesa prometida” se vuelve crudo realismo cuando la princesa se convierte en presidenta y el espadachín en brazo pensante de la CIA. Miramos al cielo, siguiendo el dedo de Platón, cuando somos como el niño de “La princesa prometida”; nos quedamos en la tierra, con la mano de Aristóteles, cuando nos damos cuenta de las cosas que la vida puede hacer con una princesa y un espadachín.
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