El regreso de “El ministerio del tiempo” con un capítulo protagonizado por Alfred Hitchcock fue decepcionante porque no fue tan bueno como esperábamos, sino mucho mejor. Hay series deslumbrantes como “Juego de tronos” o “Sherlock” que nos conquistan en un instante sin conceder un momento de respiro, y hay series como “El ministerio del tiempo” que dan la razón a Nietzsche cuando dice en “Humano, demasiado humano” que la clase de belleza más noble es la que no nos cautiva de un solo golpe, la que no libra asaltos tempestuosos y embriagadores, sino la que insinúa lentamente, la que se apodera de nosotros casi sin que nos demos cuenta. Puede que “Con el tiempo en los talones”, el primer capítulo de la nueva temporada de “El ministerio del tiempo”, no haya deslumbrado a los que están acostumbrados a los dragones de “Juego de tronos” o al Londres de “Sherlock”, pero seguro que ha cautivado no sólo a los nostálgicos de “Cuéntame” sino también a los que han decidido huir de islas perdidas para encontrar sosiego en una historia bien contada. La lenta flecha de la belleza hiere más profundamente que las flechas del amor de Karina.
Las insinuaciones de “Con el tiempo en los talones” calan hasta que consiguen que veamos en un número pi dibujado en un papel un guiño a “Cortina rasgada”, que confundamos al subsecretario Salvador Martí escayolado con James Stewart en “La ventana indiscreta”, que temamos a unas gaviotas que inquietan a Alonso de Entrerríos como si fueran los pájaros que amenazan a Melanie Daniels en “Los pájaros”, que entendamos que la sombra de “Psicosis” es tan alargada que puede llegar hasta un espía soviético a punto de acuchillar a Pacino. Pero, sobre todo, la lenta flecha de “Con el tiempo en los talones” se apodera de los espectadores hasta que nos damos cuenta de que la parte aparentemente más floja del capítulo, el complot soviético para secuestrar a Hitchcock y obligar al mago del suspense a dirigir películas de propaganda comunista, es en realidad el guiño cinéfilo supremo porque no es más que un perfecto MacGuffin tal y como lo acuñó el propio Hitchcock, es decir, una excusa argumental que mueve a los personajes de una historia pero que carece de relevancia, como los salvoconductos en “Casablanca”. En “El ministerio del tiempo” no hay dragones, sino lentas flechas de belleza envueltas en guiones que permiten que nos creamos que Hitchcock pudo dudar entre comer unos chipirones o estar a solas con Amelia Folch.
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