Pocas cosas se han vuelto tan emocionantes como ver la publicidad actual. En una casa claramente acomodada un adolescente relamido pregunta a su padre cómo supo que su madre iba a ser la mujer de su vida. Éste toma un libro de una estantería y recita igualmente afectado unos fragmentos de Oliverio Girondo en donde se alaba a las mujeres que saben volar. Momentos de intriga: ¿es un anuncio de dentífrico, de telefonía móvil, de compresas contra las pérdidas de orina, de ron? ¿Una agencia de viajes, un remedio contra los hongos en las uñas de los pies, una nueva pizza de Telepizza, un coche, una serie de fascículos coleccionables con toda la filmografía de Sarita Montiel?
Cambio de secuencia. Unas imágenes aéreas de una ciudad costera se presentan acompañadas del comienzo arrollador del “Cry baby” de Janis Joplin, y tras dos o tres planos aparecen el padre y la madre cogidos de la mano sobrevolando felices los edificios. La tensión llega ya a extremos insoportables: ¿nos quieren vender un detergente que respeta los colores de la ropa, una nueva marca comercial de ibuprofeno, llantas de automóvil, arroz, un antihemorroidal? Qué comecome da no saber no ya qué empresa sino ni siquiera a qué ramo pertenece la empresa que está intentando que el dinero pase de nuestro bolsillo al suyo. Hace ya muchos años que los anuncios no hablan sobre el producto que anuncian, pero nunca como ahora las agencias publicitarias habían dejado de disimularlo de forma tan descarada, para mofa de su propio público.
Hasta que la pareja voladora se posa finalmente en un edificio y se desvela el enigma: es una cuenta de ING Direct. Igualmente podría haber aparecido en ese momento el logotipo de una marca de comida para perros, de una aseguradora para coches o imágenes del catálogo de IKEA. Pero es un banco. Un banco aleatorio e inesperado. La pareja se aleja volando hacia el atardecer, y, con ella, la racionalidad, el respeto al espectador, la credibilidad de la publicidad y la posibilidad de que yo abra una cuenta de ésas en el banco ése.
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