La película “The
Eichmann Show” (DCine) es sobrecogedora porque la mezcla de imágenes reales del
juicio en Jerusalén al nazi Adolf Eichmann, responsable de la llanada “solución
final” al problema judío, con las tripas de la grabación de un juicio que se
convirtió en un producto televisivo que tuvo que competir por la audiencia con
el primer viaje espacial de Yuri Gagarin puede dejar mal cuerpo y un bonito lío
en la cabeza. Leo Hurwitz, el director del “show”, está obsesionado con
Eichmann porque el criminal nazi no se inmuta ante las terribles acusaciones
que el fiscal desgrana contra él, y obliga a que las cámaras graben primeros
planos de Eichmann porque espera que se derrumbe y, así, el mundo entenderá que
todos somos capaces de hacer las cosas que hizo el teniente coronel de las SS,
y resistiremos la tentación. La idea de Hurwitz es parecida a la tesis de la
banalidad del mal que la filósofa Hannah Arendt desarrolló precisamente a
partir del juicio de Eichmann, pero los seres humanos somos algo más que
ejecutores en potencia de crímenes contra la humanidad. Somos astronautas en
potencia, exploradores del universo, animales curiosos que se admiran ante el
cosmos. Por eso está bien reflexionar acerca de la condición humana después de
ver “The Eichmann Show”, siempre que no olvidemos que, si todos podemos ser
Eichmann, todos querríamos ser Neil deGrasse Tyson.
La entrevista en
“Cuando ya no esté” (#0) de Iñaki Gabilondo al gran astrofísico y divulgador
científico heredero del inmortal Carl Sagan, mostró a un DeGrasse Tyson
optimista, alegre, lúcido y, por supuesto, sabio. Tyson habló, como hace muchos
siglos hizo Aristóteles, de la admiración ante las cosas del mundo como motor
de la investigación científica, pero sin perder de vista la economía y los
intereses políticos que contribuyeron, por ejemplo, a que los Estados Unidos
pudieran enviar un hombre a la Luna en el plazo prometido por el presidente
Kennedy. Mientras escuchaba a Tyson, pensé que Kennedy era como George Bailey regalando
la Luna a Mary después de atraparla con un lazo en la maravillosa “¡Qué bello
es vivir!”, pero no por amor sino por la carrera espacial con la Unión
Soviética. Es importante no olvidar a Eichmann y todo el horror y maldad que
produjo el nazismo, pero es más importante todavía escuchar a tipos como Tyson
e irse a la cama no con el rictus de Eichmann en su juicio en Jerusalén, sino
con la sonrisa de George atrapando la Luna con un lazo para regalársela a Mary,
como hizo Neil Armstrong siete años después de que ahorcaran a Eichmann.
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