Igual que la programación
religiosa de TVE solo está hecha pensando en los creyentes, la programación
eurovisiva de TVE solo está hecha pensando en los eurofans. Pongan La 1 hoy por
la noche y La 2 mañana por la mañana si quieren comprobarlo. No está ni se
espera que en La 2 un programa agnóstico manifieste prudente que no sabe si
Dios existe o no. Ni que uno ateo proclame orgulloso que Dios no existe ni de
coña, tíos. Del mismo modo, la tele pública trata a los eurofans como si fueran
los únicos destinatarios del “Festival de la Canción de Eurovisión” (y todo lo
que lo rodea, que cada vez es más: ¿se acuerdan de cuando se hablaba de la
“noche de Eurovisión”? Pues ya vamos por la “semana de Eurovisión”).
Del salón en el ángulo luminoso,
de su dueño nunca olvidada, bulliciosa y cubierta de un tapete de ganchillo, veíase
la tele en familia la noche de “Eurovisión” antes de que el fenómeno eurofán se
adueñara del invento. Así veía el festival la familia Alcántara en el primer
capítulo de la primera temporada de la serie, ambientado en 1968. Ahora ya no. En
2016 solo lo vería la hija eurofán de Carlitos y su novio friki mientras los
demás estarían a sus cosas.
Este año Rumanía fue expulsada
del festival por falta de pago. Nuestra participación no solo la pagan los
eurofans, así que TVE también debería tener en cuenta a los euroescépticos, ya
seamos euroagnósticos o euroateos. Nuestra única esperanza hoy es José María Íñigo, un profesional de
vuelta de todo capaz de ir más allá de los miles de cotilleos tontorrones que
rodean el festival, capaz de mirar estas oleadas de entusiasmo prefabricado que
rodean cada año a los recién llegados al mundo de la música y la fama con la
distancia de quien ya vio mucho y sabe mucho, capaz de no dar primero la
tabarra echando las campanas al vuelo para después acabar hablando de mala
suerte, de complot internacional o de vencedores morales. Íñigo, porfa, hoy por
la noche piensa que también puede haber euroescépticos viendo la tele.
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