Volvamos a la normalidad. Los
programas informativos no están ahí para ponernos nerviosos ni para
preocuparnos. Están ahí para que sepamos que todo va bien, que el mundo es un
lugar cómodo y predecible, que pase lo que pase no pasa nada. Como en los
tiempos del blanco y negro, de la Carta de ajuste, del fin de la emisión con el
himno nacional. Como cuando aquel reloj ocupaba toda la pantalla mientras el
segundero avanzaba en una cuenta atrás. Como cuando a la hora en punto empezaba
el “Telediario” y sabíamos que nos traería las noticias de un día que había
sido esencialmente idéntico al anterior y al siguiente por los siglos de los
siglos. Entonces sí que daba gusto ser gente de paz y de orden.
Qué tiempo tan feliz era aquel en
el que un matrimonio trabajador de clase media con un hijo llamado Carlitos era
solo un matrimonio trabajador de clase media con un hijo llamado Carlitos, y no
el papel que interpretan para la tele unos actores manchados con los papeles de
Panamá. Qué tiempo tan feliz era aquel en el que María Teresa Campos criaba a su pizpireta hijita sin verse obligada
a aguantar el tirón en “Qué tiempo tan feliz!” a la espera a que le den un trabajo
fijo a la chiquilla. Qué tiempo tan feliz era aquel de rutina y sosiego, y no
este de noticias tan desasosegantes como la de los documentos secretos que destapó
el otro día Greenpeace.
En algún informativo hablaban del
“escándalo de las filtraciones de
Greenpeace”. Qué certeros. El escándalo no es el secretismo, la ocultación,
la falta de transparencia. El escándalo es que haya quien esté empeñado en
estropearnos los telediarios destapando asuntos que están mejor tapados,
obligándonos a saber sobre lo que es mejor ignorar. Como ese Tratado
Transatlántico de Comercio e Inversiones (TTIP) entre Europa y EE.UU, de nombre
tan aburrido y contenido tan terriblemente complejo. No hagamos caso a los
revoltosos. No nos preocupemos a lo tonto. Dejemos que las aguas vuelvan a su
cauce. Dejemos que otros tomen las decisiones por nosotros. Lo hacen por
nuestro bien.
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