Doce compases. Tres acordes. Estrofas de cuatro versos. Riffs trepidantes. Estrofa-estribilllo-estrofa-estribillo-solo de guitarra-estribillo. La inmensa mayoría de los intentos de mejorar este esquema ha fracasado. Unos ingredientes sencillos y eficaces, suficientemente versátiles como para que un buen artesano juegue con ellos y meta dentro la vida entera. Pretensiones humildes y sometimiento al género. “Si nunca fue nueva y nunca será vieja, entonces es una canción folk”, dice Llewyn Davis en aquella preciosa película de los hermanos Coen. Y el rock and roll, como la tortilla de patatas o los late night, es puro folklore, puro género.
Andreu Buenafuente ha vuelto al rock and roll. Un monólogo al principio, una banda a su izquierda, una entrevista con un famoso. Una mesa, un sofá. Tres o cuatro colaboradores. Un formato que nunca fue nuevo y nunca será viejo conducido por el mejor -y el único- entretenedor de la televisión española que se puede marcar el puntazo de volver a la pureza de un género para el que parece haber nacido. La modernidad feroz de “Late motiv” radica en que el programa es más clásico que nunca y se apoya más en la calidad de sus ingredientes que en su innovación, lo cual en este momento del entretenimiento en televisión -en el que la novedad se valora por encima de cualquier otra consideración, completamente la margen de su calidad- es una de las apuestas más revolucionarias y contracorriente que podemos ver en las pantallas hoy en día.
Si la originalidad consiste en volver al origen, como señaló Gaudí antes de que lo atropellara un tranvía, “Late motiv” es el programa más original del momento, como “Shadows in the night” de Bob Dylan es el disco más original del año pasado y la tortilla de patatas de mi abuela es la comida más original del siglo XX. De lunes a jueves una banda que suena a gloria marca el comienzo de una hora de buena televisión orgullosa de ser simplemente buena televisión de género. Es sólo rock and roll -no, no voy a terminar con “pero me gusta”, sería demasiado fácil-.
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