A pesar de estar perfectamente iluminados por los focos, yo cojo un candil y recorro los platós de televisión buscando a un contertulio. A un contertulio que dude. Y ni con el candil encendido consigo encontrarlo. A un contertulio que no tenga opinión tajante formada sobre algún tema. A un contertulio que tenga la honestidad de responder “ah, pues no sé” a alguna cuestión. La realidad se ha vuelto más compleja que nunca, pero eso no ha dado lugar ni a un ligero incremento en los balbuceos de los opinadores profesionales. Nos enfrentamos a conflictos internacionales completamente nuevos en sus formas y sus contenidos, cada uno de diez bandos está en lucha contra los otros nueve, desde Moscú hasta Damasco ninguna palabra significa lo mismo que significaba hace pocos años, pero eso no ha incrementado una milésima de segundo el tiempo de reacción ni la latencia de respuesta de los profesionales de la opinión.
Groucho Marx se negaba a pertenecer a clubes que le admitieran a él como socio. Javier Krahe sólo quería ser gobernado por gente que no le quisiera gobernar. Y yo declaro que sólo estaré de acuerdo en las tertulias televisivas con aquellos contertulios que no tengan postura tomada sobre la coyuntura actual. Platón definió una vez al ser humano como un bípedo implume; a continuación, Diógenes el Cínico desplumó un pollo y lo arrojó a los pies de aquél diciendo “ahí tienes a tu hombre”. Tengo miedo de definir al ser humano como un bípedo opinador y que Diógenes el Cínico me arroje a los pies un papagayo con la misma afirmación. Es característica constitutiva de la opinión no estar obligado a tenerla, y su profesionalización la convierte en mera logorrea, como convierte al sexo en gimnasia o a la religión en un automatismo sórdido. Un opinador profesional no puede dudar, como no puede temblar un violinista o estornudar un presentador. Yo me voy a arrastrando con mi candil entre los platós, y cuando Paco Marhuenda se me pone delante le pido que se aparte porque me está quitando el sol.