Hay muchas diferencias entre “Juego de tronos” y “Carlos, Rey Emperador” (La 1): en “Juego de tronos” hay más sangre, mucho más sexo, muchísima más acción, decorados más espectaculares, dragones enormes y una filosofía política de laboratorio de la que es fácil extraer complejas conclusiones. La nueva serie de la televisión pública protagonizada por Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico da la sangre por entendida, ofrece algunas gotas se sexo para todos los públicos, no está sometida a la acción por la acción, utiliza los decorados como fondo y no como figura, no necesita dragones y se sostiene en un complejo equilibrio entre el peso de la historia y la fragilidad humana que engancha a los espectadores desde el desembarco de Carlos en Tazones. Y aquí está la gran diferencia entre estas dos estupendas series: en “Carlos, Rey Emperador” no hay que esperar a la próxima semana para saber qué pasó con Carlos y su hermano Fernando porque no dependemos de la imaginación de George R. R. Martin ni de los guionistas, sino que basta con abrir un libro de historia. “Carlos, Rey Emperador” no es “Juego de tronos” en el siglo XVI porque, entre otras cosas, en la historia bien contada no hay pecado de “spoiler” y nadie se puede molestar si destripo el final de la serie diciendo que Carlos abdica y se retira al monasterio de Yuste.
A algunos les habría gustado que “Carlos, Rey Emperador” tuviera más acción en su primer capítulo, pero creo que no debemos confundir “acción” con coreografías llenas de espadones y rostros sudorosos. La auténtica acción son las palabras, y hay más acción en las reflexiones del cardenal Cisneros o en los planes del gobernador de Cuba que en la célebre “Boda roja” de “Juego de tronos”. En “Carlos, Rey Emperador” son más importantes las palabras que las cosas, así que lo que dice Adriano de Utrecht o Germana de Foix está por encima de las cosas que vemos en las sangrientas bodas de “Juego de tronos” o en las maravillosas aventuras del Capitán Trueno. Palabras y… ¡Acción!
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