“El precio de la historia” (Canal
Historia) ya no mola. “La mejor parte es
que nunca se sabe qué entrará por esa puerta” aseguran en este programa en
el que se compra y se vende de todo con tal de que se trate de algo “histórico”
(y en Estados Unidos cualquier cosa con más de veinte años lo es). Defraudados,
acabamos de comprobar que no siempre es tan fácil.
Esta semana hemos mandado a
EE.UU., ese joven país del nuevo continente deslumbrado por la historia, a
nuestro rey Felipe, un ejemplar aún
en activo de una vieja forma de jefatura de Estado de una vieja dinastía de un
viejo país del viejo continente que aún se usa a este lado del Atlántico, pero
que por allí no tienen. Nos las prometíamos muy felices imaginando cómo la
visita se cerraría con un apretón de manos sobre el mostrador de “El precio de
la historia” por el que nos lo compraban, firmábamos unos papeles, se quedaban
con él y lo ponían en una vitrina. Pero no ocurrió.
Estuvo muy bien que para
propiciar la venta llevaran a Felipe a San Agustín: la más antigua ciudad de
Estados Unidos celebra que fue fundada en 1565, hace 450 años, pero mucho antes
el rancio linaje del que procede el monarca ya se enseñoreaba de diferentes
territorios europeos y vivía parasitando el trabajo de las personas que
ocupaban sus dominios y heredades. Eso debería haber hecho que los deslumbrados
norteamericanos llamaran a un tasador experto para que inspeccionara a Felipe,
comprobara su autenticidad, viera que se encuentra en buen estado, y lo
valorara en una pasta gansa. Después vendría el regateo, que se animaría
añadiendo toda la familia al lote. Diversión asegurada. Bajaríamos algunos
milloncejos para facilitar la venta, y ya está.
Pues no funcionó. En EE.UU. se
hicieron muchas fotos y aplaudieron a rabiar, pero nos devolvieron al rey y
siguieron viviendo en una república, con lo mala cosa que es eso para un país.
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