Recientemente se ha inscrito en el registro civil en nuestro país un niño con el nombre de pila de Goku, como se llama el héroe protagonista de “Dragon Ball”. Más precisamente, el nombre de pila completo es Goku Ceferino, ya que los padres quisieron incluir el segundo nombre por razones familiares. Goku Ceferino es muy pequeño todavía y no sabe que lleva en su nombre el signo de los tiempos: la sustitución del santoral por el reparto, de la Iglesia por la televisión, del bautismo por el frikismo. No ha sido el primero, aunque por motivos seguramente veraniegos es de quien más se está hablando. En España hay doscientas sesenta y ocho Chenoas, ochenta y seis Xenas, setenta y dos Aryas. Ciento sesenta y dos niños se llaman Logan. Como John Connor en la serie Terminator, Goku Ceferino es el elegido.
El nombre es la primera respuesta que dan unos padres a la pregunta acerca de quién es su hijo. Twenge y Campbell cuentan en “La epidemia del narcisismo” un estudio acerca de cómo han ido cambiando los nombres que se ponen a los recién nacidos en Estados Unidos: si clásicamente los nombres buscaban conectar al niño con su familia, definiendo así su identidad, poco a poco los nombres han empezado a buscar desconectar al niño de dicha familia y acentuar su individualidad y su independencia. No recuerdo los porcentajes exactos, pero la proporción de nombres raros, únicos, nuevos, ha aumentado espectacularmente, mientras desciende a igual velocidad la de los nombres más tradicionales y normales. Y las fuentes de los nombres innovadores son tres: palabras inventadas, nombres de objetos emocionalmente positivos -Diamante, Galaxia, Felicidad, Lucero-, y personajes y estrellas de los medios de comunicación.
Todos somos hijos de nuestro tiempo, y Goku, necesariamente, es hijo del suyo. Sus padres han pretendido ponerle un nombre, y sin buscarlo han definido todo un momento de la historia. Qué no diéramos por saber cómo llamará Goku a sus propios hijos dentro de veinte o treinte años.
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