Bravo. Un péplum puro y duro para una tarde de agosto. La película “Los siete espartanos” (La 2), vagamente inspirada en “Los siete magníficos”, un western dirigido por John Sturges que a su vez está basado en “Los siete samuráis” de Kurosawa, es un delirio construido a golpe de anacronismos, pero también un buen contrapunto a la tensión con la que los telediarios nos obligan a seguir, incluso en pleno agosto, eso que los estafadores llaman “crisis griega”. “Los siete espartanos” nos traslada al siglo I de la era cristiana, con “Esparta bajo el dominio de Roma”. El protagonista es el espartano Darío, que es gladiador en Roma pero que, por su valor, consigue la libertad. Darío emprende el viaje a su patria, y allí el malvado Hiarba, el ciudadano más poderoso de Esparta, se dedica a intrigar y matar. Darío necesita ayuda para enfrentarse a Hiarba, así que recurre a viejos compañeros gladiadores a quienes ayudó a escapar cuando estaban en Roma. Hay de todo. Tenemos a Panurgo, que ahora es herrero. Y a Xeno, que parece haber abandonado la vida de aventuras y disfruta de una vida de comodidad, vino y buena comida. También está Vargas, un ladrón. Y Flaco, un borracho… En fin, de traca.
La moraleja final de la película, en palabras de Darío, es la siguiente: “Si un día la libertad estuviera en peligro, el pueblo recordará a los siete espartanos”. Vale. Pues la libertad está en peligro, amigo Darío. Y no sólo en Grecia. ¿Debería el gobierno griego enviar a negociar con la Troika, los socios, los acreedores o como ahora se llamen los estafadores, a los siete espartanos? ¿Conseguirían un exgladiador, un herrero, un viejo aventurero, un ladrón o un borracho lo que no han conseguido políticos con y sin corbata? La vida no es un viejo péplum de luz y de color sino, casi como cantaba Marisol, una tómbola tom-tom-tómbola dirigida por hombres grises. Me gustaría ver a los siete espartanos en Bruselas. Nada cambiaría, claro, pero menudo guion para un péplum de tarde de verano.
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