Los toros, como los hombres,
corren y corren hacia donde les guían. Ni saben hacia dónde van ni saben por
qué lo hacen. Se limitan a correr y correr desde que alguien les arrea hasta
que alguien les frena. Las manadas se comportan así desde que el mundo es
mundo. Pero hay veces que algo sale mal y las cosas se tuercen.
San Fermín. Cada mañana, una
manada de seres humanos es pastoreada por TVE hacia la retransmisión de los
encierros. Arreados por una inercia de años, los telespectadores se dejan
conducir hasta las imágenes de una manada de toros que se deja conducir por
calles repletas de manadas de gente que se dejan conducir por una tradición que
les lleva a jugarse la vida por diversión. Todos corren hacia adelante, hacia
donde hay que correr, hacia donde les arrean. Mientras, los locutores explican
cómo la enorme belleza plástica y la hermosa cultura de un pueblo justifican el
riesgo y el peligro de una forma que no existe en el hecho bárbaro y
descerebrado de consumir drogas peligrosas o conducir sin cinturón de seguridad.
Pero en el quinto encierro un
toro se apartó de la manada y se dio la vuelta. La unanimidad parecía segura;
la carrera, trámite; el resultado, el previsto: tantos heridos, tales
incidentes, estos hechos reseñables; y al día siguiente más. Joder, con el toro
estúpido. No podemos dejar que un solo toro fastidie la fiesta. Un toro no es
nada. Las cosas están claras y no han por qué darle vueltas a lo que no las
tiene. Un toro no tiene el poder ni la capacidad de cambiar la conducta de toda
la manada. Un toro dándose la vuelta, separándose de la unanimidad del grupo es
demasiado poco como para variar las cosas. No le hagamos caso, el show debe
continuar. Olvidémonos de ese estúpido toro y sigamos corriendo
enloquecidamente hacia donde nos guían. Y recemos para que ningún otro toro sin
piedad se le sume y nos fastidie la retransmisión, la tradición, la fiesta.
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