Es inexplicable el parecido que existe entre “La isla mínima” y “True detective”. O no. Es inexplicable, además, porque con toda seguridad la premiadísima-en-la-última-edición-de-los-Goya película de Alberto Rodríguez se realizó completamente al margen de la serie de la HBO, terminando de rodarse un mes antes de que se estrenara su primer capítulo en los Estados Unidos. Matthew McConaughey no pudo haber copiado a Raúl Arévalo y Javier Gutiérrez no pudo haber copiado a Woody Harrelson. Aunque Alberto Rodríguez y Nic Pizzolatto hubieran leído las mismas novelas negras, aunque con seguridad han visto el mismo cine negro, no se explica las similitud milimétrica entre el retrato del mundo que se sobreeexpone desde Andalucía y desde Luisiana. Esos cadáveres de chicas jóvenes mutiladas. Esas cruces. Esas casas en medio de parajes anegados en luz sin brillo. Tanto en la película española como en la serie norteamericana dos detectives de la policía, cada pareja paralela de la otra: un policía brillante en su extravagancia, el otro brillante en su vulgaridad; ambos instalados en una oscuridad sórdida desde lados opuestos. La clave no está en la copia o en la influencia común. La explicación tiene que ser otra, de mucho mayor alcance, y se llama “zeitgeist”.
Vivimos tiempos de marismas. Tiempos de barqueros silenciosos y lluvias torrenciales sobre cadáveres. Nadie sabe nada. Nadie quiere hablar. En la trastienda de nuestras urbanizaciones de lujo el mal es un hombre trastornado rodeado de astas de ciervos que convierten el sexo en la muerte. Como ocurre con las vacunas respecto de las enfermedades, al mal sólo lo pueden vencer otras formas de mal menos virulentas. La misma luz avergonzada en el Guadalquivir y en el Mississippi. No podemos criar serpientes en el patio de atrás y esperar que sólo muerdan a los vecinos, dijo Hillary Clinton antes de ver “La isla mínima” y “True detective”. Vivimos tiempos pantanosos y no hay mayor virtud en un director que saber atrapar el espíritu de los tiempos en una bandada de pájaros.
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