María Teresa Campos quiere colocar otra hija en la tele. Por si no tuviéramos bastante con ella y con Terelu, ahora nos amontona otra. Por eso en la última emisión de “¡Qué tiempo tan feliz!” invitó a la boda de esta otra hija a toda España: para promocionarla y lanzarla al estrellato. Algo así como lo que había hecho hace años Lola Flores con Lolita, pero con menos salero porque ni dijo “Si me queréis, irsen” ni nada.
También puede ser que yo esté equivocado y que no se trate
de su hija, sino de sí misma. A lo mejor simplemente ocurre que la Campos está
estos días renegociando su contrato con Paolo
Vasile y utiliza la boda de su hija para conseguir mejores condiciones
salariales. Una jugada perfecta. Primero anuncia en el plató en directo que va
a empezar la boda de su hija, después se marcha para allá y un reportero del
programa que, casualmente estaba empotrado en el ejército de invitados
televisivos telecinqueros que tenía tomado el bodorrio, va dando el parte de
guerra en cada avanzadilla. Hay quien dice que fue un falso directo, pero qué
más da, lo importante es que los índices de audiencia fueron estupendos. Y el
caché de una profesional sale de ahí.
Pero ¿y si la Campos no renegociaba nada? ¿Y si simplemente lleva
metida tantos años en esa burbuja televisiva de mierda en la que vive que ya ve
como algo normal hacer de la boda de su propia hija un espectáculo televisivo
más que se puede aprovechar para que un anodino día de julio suban un par de
puntos los índices de audiencia? ¿Recuerdan el desconcertante momento en que Raquel Silva volvió a la tele tras la
muerte de su marido y aprovechó la circunstancia para hacer publicidad de un
teléfono móvil? Alguien debería recordárselo a la Campos para que, quien
primero tuvo el valor de hacer de Pepito
Grillo en “Sálvame” ejerciendo de defensora del espectador y ahora tiene el
cuajo de vender a su hija, no se encastille, recupere la cordura y pida la
jubilación.
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