Seguir la segunda edición de “¡Mira quién salta!” (noche de
los jueves en Telecinco) es triste. Seguir la segunda edición de “¡Mira quién
salta!” porque sale Sandro Rey es
patético. Sandro Rey no es, como los demás concursantes, un famosete de medio
pelo intentando rentabilizar como sea lo medio famosete que es gracias a que una
se casó con alguien o a que otra vez participó en algo de algo con cierta
relevancia mediática que ya se va olvidando. Sandro Rey es un famosote de medio
pelo que se ha hecho a sí mismo, un tipo que ha logrado dar la grima que da sin
deberle nada a nadie, un personaje que se ha labrado el camino hacia la cima de
la miseria ética y estética que ocupa gracias a que está dispuesto a engañar a
los demás sin ningún remordimiento y a que dedica a su imagen grimosa y desagradable
aspecto todo el tiempo necesario para garantizar que cualquiera de sus
manifestaciones tomada al azar produce el mismo escalofrío, capaz de helar la
sangre al más templado.
Habrá quien vea “¡Mira quién salta!” por reírse viendo los
trompazos que se meten, por comprobar las cosas que es capaz de realizar el ser
humano por no ponerse en la larga y cruel cola del paro, por ver cómo se
enfadan algunos concursantes, por copiar sus peinados, por sentirse superiores
asistiendo a la humillación a la que se someten los concursantes, por inspirarse
para saber qué traje de baño no comprar para el verano, por buscar la manera
más estúpida de descalabrarse en cuanto pille un trampolín en vacaciones, por
ver gente mojada y con poca ropa pegada al cuerpo, por oír los comentarios
tontorrones y los consejos pedorros del jurado. Vale, asumamos lo enorme que es
la diversidad de gustos en la viña del Señor de las televisiones, pero
recordemos que, de rebote, Sandro Rey utilizará los datos de audiencia del
programa para dar un paso más en su consolidación como famosote de medio pelo,
lo que aprovechará para seguir engañando, timando, mintiendo, haciendo el mal y
vistiendo así.
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