Cada vez más, la tele sufre los embates del huracán Sanvalentín. Los horteras nubarrones rosas, el molesto vendaval de tópicos ñoños y los chaparrones de un amor romántico y tramposo que te destempla y te cala hasta los huesos inundan series, informativos y documentales. Podremos quejarnos de una tele así porque nos parezca algo extraño y ajeno, pero sería un error.
Con la vida y el paisaje dominados por palacios y castillos,
por iglesias y catedrales, cuando la tele llegó se adaptó al calendario
religioso y a las fiestas patrias. Las imágenes televisivas no son diferentes a
las de las monedas, los capiteles o los lienzos; así que nuestra tele creció
celebrando la Navidad y la Semana Santa, el Día de la Hispanidad y el Día de san
José Obrero. Hoy los centros comerciales y las grandes superficies son más
visitados que las iglesias, ejercen un mayor control sobre las imágenes que
consumimos y crean su propia iconografía televisiva. Si vamos aceptando que,
cada vez más, nuestro ocio y nuestra vida gire en torno a esos nuevos templos, no
deberíamos escandalizarnos de que la tele haga lo mismo.
Con el huracán Sanvalentín, los centros comerciales nos
dicen cómo deben relacionarse las parejas igual que nos dicen con el tornado Navidad
cómo deben relacionarse las familias. En ambos casos consiste en ir de compras
y hacer regalos de cosas que no se necesitan pero sin las cuales la vida sería
desdichada. La publicidad de esas fechas lo repite machaconamente y nadie se
echa las manos a la cabeza. Las series también nos muestran esta nueva realidad
y nos someten a ella, pero con más eficacia que los anuncios. No hay series ambientadas
en la Misa de Gallo, en las procesiones de Semana Santa ni el Día de la
Hispanidad por el mismo motivo por el que en la tele no hay anuncios especiales
para esas fechas: pertenecen a un calendario caduco y aún no han pasado a
formar parte del nuevo santoral bendecido por ningún centro comercial.
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