Pobre Nelson Mandela. Nos planta un tío haciendo gestos absurdos en su funeral y ni así nos enteramos de nada. Mucho hablar de la última gran figura histórica del siglo XX y mucho alabar al maestro de la humanidad, pero luego no hacemos a Mandela ni caso en su última gran lección, su gran enseñanza postrera: la que nos dio brindando su propio funeral como escenario para que un tío con cara seria pudiera pitorrearse del mundo entero haciendo aspavientos junto a los oradores.
Millones de telespectadores vimos al intérprete de signos
por la tele y ni nos fijamos en él. Nos pareció bien que estuviera ahí, pero lo
olvidamos y seguimos atentos a lo que se decía. Ahora nos enfadamos porque nos
han dicho que mentía, que utilizaba gestos que no significaban nada, pero
también podríamos verlo como el tipo que nos mostró lo fácil que es engañarnos.
Gracias a que sabemos que mentía, ahora sospechamos que puede no haber sido el
único. Cuando Barak Obama y Raúl Castro se saludaron afablemente en
el estadio, brindamos por el milagro que había obrado el espíritu conciliador
de Mandela incluso después de muerto. Pero tal vez lo que Mandela quería
enseñarnos fuera lo fácil que resulta mentir y utilizar gestos como la sonrisa,
la inclinación de cabeza o el apretón de manos desprovistos de significado
alguno. Por cierto, ¿y si la traducción de los discursos que ofrecía la tele
también había sido hecha por unos farsantes? ¿Y los discursos mismos, eran
verdad o mentira?
Como en la despedida a Mandela, en los telediarios sale
gente muy seria y bien trajeada hablando y gesticulando. A lo mejor dicen la
verdad, pero quizá no, o solo a veces. Un solo mentiroso convierte en
sospechosos a todos los demás y a nosotros en sabuesos. Otra cosa es “Sálvame”.
Allí deberían incluir de vez en cuando algo que fuera verdad para hacernos
sospechar que no todo lo que sale allí tiene por qué ser siempre mentira
cochina.
Me ha encantado. Brillante.
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