Me gusta tanto la televisión pública que prefiero que cierre. Como aquellos que en la Guerra Fría decían que les gustaba tanto Alemania que preferían que hubiera dos. Pues igual pero al revés. Yo quiero defender el servicio público como lo hace el sátrapa Alberto Fabra con Canal Nou valenciano: cerrando.
Primero las autonómicas. Después las nacionales. Hay que
cerrar las cadenas públicas. Todas en fila al matadero. No se trata, como dice
el marrullero de Fabra, de reservar el dinero público para hospitales y
escuelas (y delfines y osos panda y gatitos huérfanos, se le olvidó decir). Se
trata de cerrar para permitir que emerja toda la mierda oculta, todas las
mentiras, tejemanejes, trampas y medias verdades que haya en las cloacas de la
tele pública.
Nada más anunciarse el cierre de Canal Nou, los trabajadores
comenzaron a gestionar y elaborar su propia programación. Por fin sus
informativos informaron sin ser la voz de su amo. Denunciaron qué consignas
políticas recibían porque ahora pueden hablar: silenciar el accidente de Metro
en el que hubo 43 muertos, mostrar el perfil bueno de Zaplana, cantar las gestas de Camps,
ocultar los casos de corrupción. La audiencia se triplica porque esa es la tele
pública que queremos los ciudadanos, la que dice cuánta porquería hay bajo la
alfombra, cuántos cadáveres esconden los sepulcros blanqueados del telediario
en prime time. Si el cierre es el
precio que hay que pagar para que una tele pública progubernamental sea solo
pública, paguémoslo.
Y luego que cierren las privadas. Una por una. Que los
trabajadores no tengan nada que perder y revelen quién maneja los hilos, qué
consignas siguen, qué intereses ocultan. Por fin despegaría la audiencia de
Intereconomía y 13 TV.
Como esto no ocurrirá, los telespectadores deberíamos exigir
que, por turno, al menos un día al año los directivos dejaran las cadenas en
manos de los trabajadores para que tiraran de la manta y corriera el aire.
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