El brasileño César Cielo, medalla de oro en los 50 metros libres en el Mundial de Natación de Barcelona (Teledeporte y Eurosport), no dejaba de llorar mientras sonaba el himno de su país. La alemana Eva Braun, compañera de Adolf Hitler durante el ascenso de nazismo y esposa del Führer en el momento de la caída y derrota, no deja de reír en el documental “Eva Braun en la intimidad de Hitler” (La 2). Qué mundo tan raro. Las lágrimas del nadador invencible (tres medallas de oro consecutivas en esa prueba) nos conmueven, pero las risas de la amante eterna (desde la luminosa terraza de la casa de descanso de Hitler en los Alpes al oscuro final en el búnker de la Cancillería en Berlín) nos espantan. Podemos perdonar las lágrimas de César Cielo porque, gracias a los concursantes de “Gran Hermano”, sabemos que se puede llorar de felicidad. Pero las risas de Eva Braun son imperdonables porque alguien capaz de reír sabiendo lo que estaba ocurriendo en Europa (y Eva Braun lo sabía) es un idiota moral.
En la película “Troya”, Briseida se niega a perdonar a Aquiles (antes de enamorarse de él) porque el héroe griego no es una simple máquina de matar, sino un hombre reflexivo: “Te creía un torpe bruto; a un bruto se le puede perdonar”. Que no nos engañen esas imágenes de Hitler acariciando a su perro o visitando su vieja escuelita. Que no nos engañe la sonrisa tonta de Eva Braun, sus demostraciones gimnásticas y las meriendas al sol con su familia. Hitler y Eva no eran torpes brutos, ni monstruos, ni tampoco ignorantes hojas en manos del viento de la historia. La intimidad de Hitler era la intimidad de un pintor fracasado que se levantaba al mediodía para discutir de arquitectura con el miserable Speer. Hitler sabía lo que hacía, y Eva sabía lo que hacía ese tipo con bigote ridículo al que adoraban las masas. Puede que la intimidad que grabó Eva Braun con su cámara de 16 milímetros, regalo de Hitler, demuestre que Hannah Arendt tenía razón cuando hablaba de la banalidad del mal, pero entender que el mal puede ser banal y ocultarse en una tarde de verano en los Alpes no nos lleva al perdón. No te perdonamos, Adolf. No te perdonamos, Eva. No perdonamos tus risas. Sin embargo, querido César Cielo, tú puedes llorar todo lo que quieras.
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