La revuelta en Baréin es como si el decorado del calabozo de Segismundo saltara delante del actor para interpretar el papel principal de “La vida es sueño”, como si uno de los extras de las escenas de multitudes en “Tierra de faraones” saltara al primer plano para sustituir al faraón Keops, como si el soldado que lleva la lanza torcida que está más a la izquierda en “La rendición de Breda” de Velázquez se plantara en el centro del cuadro y tapara las llaves de la ciudad para decir “Hola mamá, soy yo, estoy saliendo en un cuadro famoso”.
Los bareiníes querrán reivindicar lo que quieran, pero que
anden enredando ante las cámaras cada vez que queremos ver por la tele la
retransmisión del Gran Premio de Fórmula 1 es como si un auxiliar de las
legiones de Julio César se pusiera a
dar un discurso a voces justo cuando el general está diciendo “Alea iacta est”, como si un pintamonas
quisiera pasar a la historia añadiendo bragas a los desnudos de la Capilla
Sixtina de Miguel Ángel, como si un
proletario hubiera subido agitando los brazos ante Lenin cuando arengaba a la masa revolucionaria.
En definitiva, esto de los súbditos bareiníes del reino de
Baréin (en efecto, la Real Academia dice que se escribe así) es un fastidio.
Tienen que asumir que ellos son el escenario y nosotros los protagonistas, que son
el fondo y nosotros la figura, que están ahí para dar más emoción a nuestras
exóticas aventuras. Como pasa en las películas de Tarzán y en las de indios y
vaqueros. Como pasa en el “Rally París Dakar”. Como en los realities de “Supervivientes”, “Perdidos en la tribu” o “Expedición
imposible”.
Los bareiníes no deberían ser egoístas utilizando el
colonialismo televisivo en su propio beneficio. Como antes lo fue el presidente
nicaragüense Anastasio Somoza, el
rey de Baréin será un hijo de puta pero es nuestro hijo de puta. Así que
deberían dejar de interrumpir el sofisticado despliegue publicitario de la
Fórmula 1 con su molesta y trasnochada propaganda.
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