¿El conocimiento nos hace libres? Sí, salvo que nos estemos refiriendo a las mechas californianas. ¿Es un impulso natural en el ser humano querer saber más sobre la vida para así ser dueño de su destino y sus decisiones? En efecto, salvo que nos estemos refiriendo a las mechas californianas. ¿Es aceptable una actitud oscurantista que rechace el acceso a la cultura y mantenga al individuo en la ignorancia y la confusión? No, salvo que nos estemos refiriendo a las mechas californianas. Ya he escuchado el sintagma “mechas californianas” en dos anuncios televisivos relacionados con productos para el pelo femenino. Y, por primera vez en mi vida, he tomado la firme decisión de no querer saber algo: no quiero saber qué son las mechas californianas y haré lo que tenga que hacer para conseguirlo. Zapearé en cuanto aparezcan spots que se refieran al tema. Me taparé las orejas y cantaré “la, la, la” todo lo alto que pueda cuando alguien alrededor dé la impresión de que puede aclararme el misterio.
Llega un momento en la vida de todo hombre en el que debe decir “basta” y atreverse a llevar una existencia al margen de la estupidez que le rodea, por muy grande que sea el aislamiento y el ostracismo social a los que esto le condene. Para mí este momento ha llegado con la creación del concepto de “mechas californianas”. Entiéndase: no es que no quiera saberlo, es que quiero no saberlo. Woody Allen sentencia en “Annie Hall” que la única ventaja que tiene California es poder girar a la izquierda cuando vas en coche. Yo no estoy de acuerdo con eso, pero sé que ninguno de los dos nos hubiéramos enamorado de Diane Keaton como lo hicimos si le hubiéramos escuchado decir alguna vez “me he puesto mechas californianas”. L’Oréal y Garnier pretenden demoler los pocos restos de dignidad que quedan en la cultura occidental, pero no conseguirán doblegar los míos. Viviré rodeado de mujeres que llevan mechas californianas pero sólo yo no sabré que se llama así la coloración de su pelo.
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