Mucho se aprende viendo “Hijos de papá” (noche de los
viernes en Cuatro). Es tan educativo que basta ver el programa medio minuto de
refilón para darse cuenta de que ser un hijo de papá es malo, muy malo, pero
hay algo peor: ser el papá de un hijo de papá. Lo habíamos aprendido en la
primera temporada y lo hemos confirmado en la segunda que acaba de concluir:
los adultos (todos tienen más de 18 años, algunos rozan los 30) que
protagonizan el programa son unos consentidos malcriados porque alguien los
consiente y los malcría.
No hay efecto sin causa, dijo Aristóteles. No hay hijos de papá sin papás, decimos nosotros cuando
vemos cómo el programa da una supuesta cura de humildad a todos estos ombligos
egocéntricos regalándoles justo lo que más les gusta y más los reafirma en su
fatuo engreimiento, en su soberbia desmedida y en su ignorancia abismal: atención,
mucha atención, y protagonismo, mucho protagonismo, por tener y malgastar
dinero, mucho dinero.
“A menudo los hijos se
nos parecen, y así nos dan la primera satisfacción”, canta Serrat. O la primera insatisfacción:
hay papás y mamás que acuden a Luján
Argüelles, conductora del programa, porque no les gusta demasiado la imagen
que les devuelve el espejo de sus hijos e hijas. Son padres que no pudieron
dedicar demasiado tiempo a sus criaturas porque estaban demasiado ocupados
ganando y gastando una fortuna. Se preguntan a quién han salido porque no
quieren ver lo evidente: han salido a ellos. Deberían estar orgullosos porque enseñaron
a sus niños lo fundamental: que el dinero es lo más importante y todo gira en
torno a él, no a las personas que nos rodean.
Un brindis mentiroso con champán auténtico cerró el
programa: “Por los superpapás y la vida
maravillosa que os han dado, por la humildad y por enfrentarse a la vida real”.
Luego, entre yates, aviones y coches rápidos, vino la despedida: “Que te llamo para agradecerte todo el
tiempo invertido en mí. Que dentro de poco, o sea, eh… me voy a Manhattan. Bye,
papá, bye”.
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