Imaginen a Superman dirigiendo un
bingo o al arzobispo de Toledo simulando que monta un caballo mientras suena el
“Gangnam Style” de Psy. Sería difícil reconocer al tipo del pijama azul o al
tipo del camisón negro porque cuando un estímulo aparece en un contexto que no
es habitual, el reconocimiento es más lento. Ahora imaginen a Juan Carlos
Ortega presentando las campanadas de fin de año. Un superhéroe no pinta nada en
un bingo, un superobispo no pinta nada bailando el “Gangnam Style” y parece que
Juan Carlos Ortega no pinta nada presentando las campanadas de fin de año; pero
la diferencia entre Superman, el arzobispo de Toledo y Juan Carlos Ortega es
que el contexto de La 2 permite reconocer inmediatamente al amigo Ortega.
Así
que Juan Carlos Ortega, el superman del humor minimalista y el arzobispo del
realismo mágico televisivo, presentó las campanadas de fin de año en La 2 y
nadie tuvo que frotarse los ojos para comprobar que no estaba ante una
alucinación provocada por el cava. Media hora con Juan Carlos Ortega garantiza
la sonrisa pura (Ortega llama por teléfono a su madre y ni siquiera ella estaba
viendo el programa), la sonrisa cómplice (la conversación telefónica con el mes
de marzo español del año 2013 y el mes de marzo alemán del año 2013) y la
sonrisa filosófica (Ortega confunde la voz de “Saber y ganar” con Dios). Ortega
no es Imanol Arias, ni Carlos Sobera, ni Alberto Chicote, así que en lugar de
explicar las campanadas de fin de año como si los espectadores fuéramos unos
tontainas incapaces de asociar una campanada con una uva, prefirió golpear doce
bolas en las que había escrito palabras como “miedo”, “corrupción”,
“hipocresía” o “crisis”. Ver a Ortega golpear esas bolas con un bate de béisbol
recordaba la escena de “2001: una odisea del espacio” en la que un homínido que
tiene en la mano un hueso alargado empieza a dejarlo caer sobre otros huesos, y
descubre que ese hueso puede convertirse en un arma para la caza o para la
guerra. Cuando el homínido, exultante, lanza el hueso hacia arriba, la cámara
sigue su viaje y se convierte cuatro millones de años después en una nave
espacial. Habrá que confiar en que una hermosa y potente elipsis nos lleve
también de las bolas que Juan Carlos Ortega hizo añicos en La 2 a una nave terrestre pilotada
por hombres intrépidos, y no por mercados asesinos. Pero que no sea dentro de
cuatro millones de años. Feliz 2001.
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