Uno siempre tiende a pensar que el misterio es un concepto que va unido a la oscuridad, a las sombras o la noche. Pero no es así, al menos no es así cuando hablamos de las bellezas más absolutas que ha producido el ser humano. Cualquier persona que se deje arrastrar por la riada de gozo que es “La luz y el misterio de las catedrales” los domingos por la tarde -gracias, Televisión Española; gracias, muchísimas gracias, Peridis- descubrirá que el misterio -el eterno, el inapresable- tiene que ver más con la claridad que con las sombras, más con el deslumbramiento ante los tejidos y los lenguajes de la luz esculpiendo una nave gótica que con las esquinas muertas en las que la falta de sol priva de su fertilidad pétrea a los sillares.
También parecería que el misterio está particularmente cerca de la ansiedad, de la inquietud y el desasosiego. Y también es falso. “La luz y el misterio de las catedrales” demuestra que son la serenidad y la lentitud el territorio en el que verdaderamente estremecernos ante lo inexplicable, que no es amenazante sino cálido, que no asusta sino que llama a entregarse con confianza a la línea, al volumen, al tibio orgullo del coro. Allá los misterios atormentados de los inmaduros; acá el arrebato que desafía toda explicación ante la simplicidad irreductible y quieta del cuadrado en el claustro.
Así es. El misterio -el que no puede reducirse a palabras ni a números- nace paradójicamente de la racionalidad y la armonía, y no del caos o del sedicente pensamiento libre. De la humildad de la ortodoxia y no de la vanidad. Cada capítulo de “La luz y el misterio de las catedrales” es un descubrimiento feliz del misterio que encierra la belleza de los grandes templos góticos que inervan España. Demasiado pura. Demasiado intensa. Demasiado luminosa, serena y racional. Y una refutación de la banalidad de los misterios pequeños de aquellos cuya vista no alcanza a entrever las bóvedas nervadas de las catedrales.
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