La doctora Kubler-Ross ha estudiado las etapas que atraviesa una persona al encarar la muerte de un familiar o incluso su propia muerte tras un diagnóstico fatal. Se han hecho muy populares y a todos nos suena eso de “negación, furia, negociación, depresión, aceptación”. En la fase de negación el individuo implicado rechaza aceptar la noticia que ha recibido. En la fase de furia su frustración se convierte en agresividad, busca culpables y maldice enérgicamente su destino. La fase de negociación se llena de búsquedas de soluciones aun a costa de grandes pérdidas personales o renuncias de elementos fundamentales de la propia vida. En la fase de depresión se comprueba el fracaso de la fase anterior y, ya agotadas todas las estrategias, el individuo se sume en la rendición y el abatimiento. Finalmente llega la aceptación: asumida la inevitabilidad de la muerte, la persona alcanza un estado de resignación serena y aprende a vivir con la tragedia llegando en ocasiones incluso a encontrarle algún aspecto positivo. Anteayer comprendí que ésas son también las fases por las que ha pasado mi relación con Raphael durante las últimas décadas.
Negación: “no es posible que exista alguien tan hortera, tan afectado, tan banal; debe de ser que yo lo he visto mal”. Furia: “es indignante que exista alguien tan hortera, tan afectado, tan banal, y que encima le tengamos que soportar todas las navidades en televisión”. Negociación: “bueno, vale, existe alguien tan hortera, tan afectado, tan banal, pero seguro que tiene otros talentos que pronto aflorarán, o su obra promocionará a jóvenes y talentosos compositores”. Depresión: “oh, no, nada de lo anterior, es hortera, afectado y banal, y no posee ninguna ventaja secundaria”. Hasta que el pasado sábado, durante la emisión de su concierto en el Teatro de la Zarzuela, me reconcilié con Raphael y con el mundo y alcancé la fase de aceptación. Es hortera, afectado y banal, pero lo lleva siendo cincuenta años y no queda más remedio que vivir con ello y seguir adelante. Bien mirado, hasta se ha vuelto entrañable. Casi le echaremos de menos el día que falte.
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