23 de diciembre. Un año más, los españoles descubriremos que
confiamos en nuestras probabilidades por encima de nuestras posibilidades. El
gordo habrá tocado en un sitio que se llenó de periodistas por un día y a los
demás nos quedará cara de tontos. Y la culpa será nuestra por haber creído en
los sueños, en la ilusión, en la
Lotería de Navidad. Por haber creído en los anuncios de la
tele.
La gran maquinaria propagandística de la Hacienda pública lleva
semanas entrando en nuestras casas en las pausas publicitarias para que
olvidemos que la lotería no es más que un invento para recaudar nuestro dinero de
forma no progresiva (y, por tanto, de forma más injusta). En su lugar, los
anuncios repiten que, cada Navidad, nuestros sueños hacen posible la lotería. Y
somos tan gilipollas que nos lo creemos. ¡Cómo va a mentirnos tan magnífico anuncio,
con esa música tan tierna y esas imágenes tan hermosas y nítidas de una
realidad que no existe!
El caso es que nos creemos que es probable que nos toque. Y
no lo es. ¡Pero es tan convincente el anuncio! Seguro que, aunque no los
veamos, a nuestro alrededor revolotean unos cazadores de sueños como los de la
tele que espían nuestros movimientos, vigilan qué número compramos, lo atrapan
con una flecha terminada en ventosa y lo colocan junto a otros sueños para que
todos seamos felices, comamos perdices, merendemos regalices y cenemos matrices.
Nos hacemos ilusiones, compramos lotería, creemos en nuestras probabilidades
por encima de nuestras posibilidades y así, al día siguiente, nos pueden echar
en cara que no deberíamos haberlo hecho, que nos quedamos sin sueños, sin
dinero y sin derecho a pataleo porque la culpa es nuestra.
¿Emite el Estado anuncios previos para que nadie se llame a
engaño? No, claro. Conviene que piquemos el anzuelo. Pero, luego, que nadie
vuelva con su décimo no premiado y su sueño incumplido pidiendo la dación en
pago. Va listo. Por tonto.
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