La amo. Profundamente. Al principio me engañaba a mí mismo y pensaba que mi pasión por “Homeland” era debida a la solidez pétrea de sus guiones, al increíble tempo con el que los realizadores van estrangulando la historia -y, de paso, el estómago del espectador-, a la interminable lista de secundarios a los que se les dibujan más esquinas que a los protagonistas de la mayoría de las series. Pero no es verdad. No puedo seguir engañándome. Si veo “Homeland” una y otra vez es únicamente por Carrie, y espero enamorado a que lleguen las secuencias en las que aparece en pantalla, obsesionada por derrotar definitivamente al pasado a base de hacer por fin las cosas bien, con esa mezcla de entusiasmo por la seguridad de que vencerá a sus fantasmas internos y desesperación por la seguridad de que nunca les va a vencer.
Mis amigos me dicen que la olvide. Que colgarse de un personaje televisivo es casi siempre una pésima elección. No te hace caso. Nunca vas a ser correspondido. Que una relación entre alguien real y alguien imaginario será a la fuerza una relación muy desigual. Y yo lo intenté. A pesar de que sospecho que todos nos relacionamos únicamente con personas que imaginamos. Aun así me pasé el verano tratando de olvidar a Carrie. Cuando me llegaban al facebook noticias sobre el rodaje de los nuevos capítulos no las leía. Cuando hace dos semanas “Homeland” se llevó todos los Emmys del mundo y cuatro premios de cocina que se entregaban en la sala de al lado tuve que atarme las manos a la espalda para no escribir una columna sobre el asunto
Pero este pasado domingo se estrenó la segunda temporada en EE.UU. y no pude evitar verla con el ansia con el que hace décadas abríamos las cartas de las personas a las que amábamos. Sí, es ella, y sigue igual que antes. El mejor personaje femenino de lo que llevamos de siglo. Ahí está, llevando el mundo sobre sus hombros sin atender al sufrimiento que la asola desde hace más tiempo del que puede recordar. Amo a Carrie Mathison. ¿Cómo no hacerlo?
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