Muy mal por los pobres. Muy mal por los parados. Muy mal por
los desahuciados, los cabreados, los excluidos y los indignados. Muy mal por
los que se buscan la vida por los contenedores, los que piden limosna, los que
necesitan ayuda y los que la aceptan. Así no vamos a ningún sitio. Por su culpa
Rajoy tiene que pasar el bochorno de
pedir para un país de segunda un puesto de primera en el Consejo de Seguridad
de la ONU. Y por su culpa el rey
tuvo soportar la incomodidad que supone desayunarse el otro día en EEUU con
unas fotos que ponían en muy mal lugar al país que va a dejar en herencia a su
hijo varón.
Es lo que nos va quedando claro tras ver en los telediarios
la tensa situación de nuestras calles, y, sobre todo, el modo en que recogieron
ese triste reportaje gráfico que “The New York Times” dedicó hace unos días a
los daños colaterales que causan en los más pobres las medidas que lograrán
hacernos ricos a todos un año de estos.
Hace unos días vimos orgullosos que la Federación
Española de Bancos de Alimentos fue galardonada con el premio Príncipe de
Asturias a la Concordia 2012, pero ahora no queremos saber para quién son esos
alimentos y por qué. Es como si quisiéramos entregar un premio a los donantes
de sangre pero no quisiéramos saber que hay ciudadanos que sufren hemorragias.
Ya no importa si la mano derecha sabe o no lo que hace la izquierda. Lo
importante ahora es mostrar la mano que da y ocultar la mano que recibe. Pero
cuanto más grande, hermoso y resplandeciente sea el paquete del regalo, más
grande, deslucida y triste es la miseria que envuelve. Hemos superado en
hipocresía al hipócrita “Ponga un pobre en su mesa” que retrató Berlanga en “Cándido”. Ya no queremos
ver al pobre y lo ponemos en una mesa aparte. Preferimos la pobreza
vergonzante: la del que, por pudor, se oculta y no nos estropea los telediarios
ni la cena.
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