Cuando mueren, los programas de Telecinco que han sido buenos van a La Siete, en donde pasan el resto de la eternidad emitiéndose una y otra vez. Cada cosa tiene su Cielo. Los vikingos tenían el valhalla, recinto sagrado que alcanzaban los más bravos guerreros muertos en combate y en donde se entretenían haciendo labores domésticas para Odín y mirando de reojo el culo de las valquirias. Los mormones también tienen su paraíso, aunque en este caso está localizado en nuestro planeta Tierra y sobrevendrá cuando Jesús descienda desde los cielos estadounidenses a reinstaurar su reino, -o cuando Mitt Romney gane unas elecciones presidenciales; lo que suceda antes-. Y la existencia de los programas de Telecinco tampoco termina con su muerte terrenal: en cuanto ésta ocurre el Dios de las Televisiones juzga por procedimiento sumarísimo al espacio, -el Dios de los judíos dio a Moisés dos tablas de piedra pesadísimas con los diez mandamientos; el Dios de las Televisiones se limitó a entregar a su Moisés una tarjeta de visita con la orden “tendrás audiencia”-, y abre las puerta de La Siete a aquéllos que superan la evaluación.
Y en La Siete todo es felicidad eterna. La falta de la ley de la audiencia hace que los programas floten relajados como flotaríamos las personas si se suspendiera la ley de la gravedad. Los concursos se reencuentran con sus seres queridos. La Emma García de “El juego de tu vida” abraza a la Emma García de “Mujeres y hombres y viceversa”. La programación se rellena sin la menor lógica formal ni material. Las tardes de los domingos ofrecen siete horas seguidas de “Tú sí que vales”. Se emiten antiguos “Sálvame Deluxe” entre semana y antiquísimos “Sálvame Diario” los sábados en donde volver a vivir en tiempo real el montaje de la separación n-1 de Belén Esteban y Fran Álvarez. Todos los programas contemplan a Telecinco en su divinidad. Ya sólo falta que alguno se atreva a retar al creador y sea expulsado de La Siete convertido en Lucifer, el programa caído.
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