Al final va a tener razón Silvio Berlusconi: hay que expulsar a todos los delincuentes extranjeros. Es cierto que así no acabaremos con la delincuencia ni de coña, pero al menos garantizaremos que cuando alguien nos atraque, nos agreda, nos time o nos asesine, será un compatriota, un convecino, un amigo. Seguirá siendo un delincuente, sí, pero será nuestro delincuente.
Aprendamos de la historia, de aquel día en que, después de promover esas políticas de repatriación que tanto gustan a los xenófobos, Berlusconi fue agredido por un italiano con denominación de origen que le estampó en la cara una broncínea réplica de la catedral de Milán. Y qué orgulloso lució Berlusconi la cara destrozada entonces: no le había partido la boca un delincuente extranjero, qué horror, sino un delincuente de casa, de la cantera, de los suyos. Y nada menos que con un símbolo patrio como es el duomo milanés. Así la inseguridad ciudadana es mucho más segura, dónde vamos a parar.
Así que queremos que ese gran timo que es “Más allá de la vida” deje de utilizar una vidente extranjera para reírse de nosotros y utilice una timadora de la casa. Anda que no tenemos estafadores aquí. Y muy buenos. No hace ninguna falta que venga una que se llama Anne Germain, que con ese nombre sabe Dios de dónde vendrá y qué intenciones traerá, a decir que habla con los muertos. Queremos que los embaucadores de fuera no quiten el trabajo a los embaucadores de aquí. Si nosotros ponemos los espectros, ponemos los famosos dispuestos a vender la memoria de sus muertos por treinta monedas, y ponemos los espectadores que se tragan el pestiño, lo menos que podían hacer en Telecinco es asegurarse de que sea un farsante compatriota el que nos da el sopapo. Entonces podríamos alzarnos por encima de la multitud y mostrar orgullosos la cara ensangrentada y feliz. Como hizo Berlusconi, ese hombre.
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