Dijo que este año iba a ser “hiperobjetiva” y ahí está, semana tras semana, hiperfaltando a la verdad. O sea, haciendo lo que cualquiera que no quisiera evitar una demanda llamaría hipermintiendo. La gran profesional del periodismo que un día fue Mercedes Milá, y que hoy yace sepultada en algún lugar del plató de “Gran hermano” bajo toneladas de porquería, sabe que la objetividad es imposible, que quien vende objetividad miente y que lo verdaderamente interesante sería saber por qué lo hace y qué intereses oculta para usar un truco tan burdo. Así que ese intento de vendernos la enésima edición de la Gran Mentira no cuela.
Lo más reseñable de lo ocurrido este año fue la expulsión de dos concursantes por ser malos y su sustitución por otros dos ángeles del cielo, bellísimas personas, espíritus puros, almas cándidas que no están dispuestos a todo con tal de ganarse un pastón descomunal y que sufrirían un montón si lograran una fama que les permitiera estirar el chicle explotando el circuito de platós televisivos y discotecas horteras en el que habitualmente hacen bolos los famosos que centrifuga la televisión basura.
Aquellos dos concursantes pecadores fueron expulsados del paraíso porque quisieron ser tan poderosos como Dios. El concurso puede utilizarlos a ellos para sus fines, pero ellos no pueden utilizar al concurso para los suyos. Eso es ser demasiado listos, comer del árbol de la ciencia del bien y del mal, pecar de soberbia. Milá expulsó a la parejita con su espada de fuego, pero antes la llevó plató para descargar su ira sobre ella y hacerle sentir vergüenza por esta desnuda en un concurso en el que las reglas dictan que hay que ir vestido con el traje hipócrita del experimento sociológico, de buscar una nueva experiencia, de ser auténtico, de vivir la vida en directo. Expulsado el mal, el bien prosigue su singladura. Pero no se fíen: algunos teólogos dicen que lo que ocurrió es simplemente que Dios echó cuentas y vio que Adán y Eva eran más rentables fuera que dentro del Paraíso.
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