Desde que Samanta Villar se marchó de “21 días” (Cuatro, primer viernes del mes), Adela Úcar heredó su puesto de campeona del reporterismo vérité. A ese empeño suyo por hacer con el periodismo lo que Bronislaw Malinowski había hecho con la antropología, le llueven las críticas: no sólo no hace falta convertirse en miembro de una tribu de las islas Trobriand para entender lo que allí pasa, dicen, sino que además acercarse a los árboles hasta el punto en que uno mismo se convierte en un árbol impide ver el bosque.
Hasta ahora, Úcar se hizo miembro de dos tribus: en su estreno fue a rebuscar entre la basura del vertedero más grande de Centroamérica. Después se pasó 21 días bebiendo alcohol (recuerdan al premiado “21 días en la mina” y los polémicos “21 días fumando porros” de Villar). ¿Y si es cierto que convertirse en miembro de una tribu ajena es imposible? Decir que “no es lo mismo contarlo que vivirlo”, como afirma el programa, sería una trampa porque quien vive con una tribu 21 días no es más que un turista que sabe que tras el paréntesis volverá a su casa tan ricamente: no vive encerrado por el muro infranqueable de la miseria o la desesperación quien tiene amarrada una cuerda a la cintura y sabe que será rescatado en cuanto dé dos tirones.
Sea como sea, “21 días” permite a los espectadores conocer sin salir de casa tribus y situaciones desconocidas. De hecho hay muchos colectivos deseando que el programa los visite y los haga visibles a los ojos de los demás. Estaría bien, por ejemplo, que Cuatro nos ofreciera “21 días haciendo 21 días”, un revelador reportaje en el que Úcar llevara una cámara encima a las reuniones de los jefazos y nos mostrara cómo eligen a la reportera, cómo discuten las ideas, deciden los temas que abordarán y por qué, cómo influyen los índices de audiencia, cuánto dinero ganan mostrando la miseria… Esas cosas que nunca enseñan los que dicen enseñarlo todo.
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