Ahora que ya pasó todo, habrá quien considere excesivo el despliegue de Madrid 2016: demasiados gastos de representación, demasiadas dietas y viajes pagados por nuestros bolsillos, demasiada propaganda y manipulación sensiblera, demasiadas manos coloreadas compartiendo la esquina del televisor, demasiadas horas de televisión insistiendo en lo mismo, demasiadas cadenas sacrificado sus informativos de sobremesa para seguir en directo la puesta en escena de la candidatura española, demasiados telespectadores aceptando sin rechistar que los telediarios se conviertan en un ejercicio de chauvinismo patrio. Pues de eso nada. Tanto esfuerzo habrá valido la pena si de él obtenemos una enseñanza fundamental para el resto de nuestra vida: la corazonada no es un criterio aceptable para distinguir lo verdadero de lo falso.
Anteayer aprendimos que es un error seguir a Descartes y tomar como verdaderas las corazonadas que se presentan tan clara y distintamente a nuestro espíritu que no hubiese ninguna posibilidad de ponerlas en duda. El criterio cartesiano de verdad saltó el viernes por los aires dejando claro que da igual que uno esté seguro de algo, que tenga una corazonada por muy íntima que sea, por muy subvencionada que esté o por mucho que diga “Yo creo, nosotros creemos” en inglés.
Es algo que ya habían dejado claro Marge y Homer Simpson:
- Homer, ¿Por qué no puedes aceptar que haya venido al baile con otra persona?
- Porque estamos hechos el uno para el otro. Normalmente cuando se me ocurre algo se me ocurren otras cosas a la vez; algo que me dice “sí”, algo que me dice “no”; pero ahora todo me dice “sí”. ¿Cómo puede ser que de lo único que he estado seguro en mi vida esté equivocado?
- No lo sé, pero así es.
En algo sí tenía razón Descartes: “Es prudente no confiar en nada que nos haya engañado alguna vez”. Fin de las corazonadas.
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